La falla de Picasso (cuento)

Renau, el seductor.


José Renau era un hombre seductor e inteligente que conseguía convencer a cualquiera de cualquier cosa. Idealista y apasionado, el artista valenciano participó en la construcción de diversos monumentos falleros en su juventud. A pesar de la opinión negativa extendida entre sus coetáneos, él siempre las consideró como un arte popular digno de ser alabado e hizo cuanto pudo por dignificarlas.

'El Guernica', de Pablo Picasso.


Uno de los logros menos conocidos de este empeño personal fue que convenció en su día a Pablo Ruiz Picasso para que diseñara un monumento. La idea se la propuso al poco de acabar el malagueño el Guernica. Según relata Jusep Torres Campalans en sus memorias Prosa traducida, inéditas en España pero publicadas por primera vez en México en 1967, la propuesta partió del propio Picasso, quien se mostró sinceramente interesado por la vertiente lúdica de la fiesta valenciana.
Ocurrió la noche del 30 de febrero de 1938, después de una opípara cena, según relata Torres Campalans. La propuesta surgió tras haber dado cuenta de seis botellas de vino entre Renau, Picasso, un intelectual francés, André Malraux, y su amigo español, el escrito valenciano Max Aub, quienes estaban preparando la película Sierra de Teruel. Al parecer, Aub comenzó a disertar de Valencia y de sus encantos, de las peculiaridades del pueblo valenciano y de sus fiestas en las que se trabaja durante un año para ver cómo arde, como una suerte de homenaje pagano al ciclo de la vida. Renau cogió entonces la iniciativa y comenzó a perorar sobre sus trabajos en monumentos falleros, su experiencia con las fiestas y cuánto le había aportado. Al oírles, Picasso, encendido por su contagioso entusiasmo y achispado por el alcohol, dibujó sobre una servilleta su propuesta para un monumento fallero en el que se incluirían todas las cosas que detestaba y que, por lo tanto, debían arder. Así, esbozó una escena central presidida por un gran signo del dólar a cuyos pies se esparcían todas las personas que Picasso despreciaba: dictadores fascistas, capitalistas avaros, militares crueles, sacerdotes inflexibles, beatos, y también críticos de arte mediocres, galeristas insensibles, intelectuales al dictado, pintores de segunda… hasta sumar 36 personajes. Hubo también un pequeño debate, ya que Picasso quería incluir un pequeño Stalin debajo de una hez expelida por Hitler, pero Renau finalmente le convenció para retirarlo. Una vez hubo terminado Picasso todos brindaron por las Fallas y desearon que ese monumento ardiese mil veces.
Renau guardó consigo aquel folio y, al día siguiente, aún obnubilado por los efectos del alcohol, lo llevó consigo de vuelta a España. Durante los años siguientes el dibujo estuvo en la cartera del artista y político valenciano, junto a su documentación personal, y no salió de allí hasta que por azar, ya entrado los años cuarenta, la Guerra Civil perdida para su causa, y él en México, se reencontró con su cuñado el escultor Tonico Ballester que acababa de salir de la cárcel. 

Max, Aub, retratista de cafés y almas.


Fue en uno de los cafés donde se citaban los españoles y que con tanto tino retrató Max Aub. Por azar, Renau extrajo el dibujo y se lo mostró a Tonico Ballester quien lo contempló no sin cierta sorpresa.
—¿Qué es esto? ¿Un dibujo de Picasso?
—Mejor. Su falla —le respondió Renau.
Ballester, que estaba camino de California, donde había encontrado trabajo en unos estudios de Hollywood, se mostró interesado por el proyecto y le preguntó a Renau cómo había surgido la idea. Éste le relató la historia de las seis botellas de vino, la noche de farra en París y sus disertaciones sobre las Fallas como un ejemplo de fiesta popular, así como el interés, a mitad camino entre lo etílico y lo sincero, de Picasso.
—Es una lástima —murmuró Renau.
—¿Por qué?
—Porque nunca se hará.
—Déjame que lo intente.
Ballester le explicó a su cuñado que tenía previsto instalarse en la Meca del Cine, noticia que hasta entonces sólo conocía su esposa, y que allí dispondría de material y mano de obra suficiente para poder llevar a efecto ese proyecto en apariencia imposible. Renau dudó pero finalmente accedió a cederle el dibujo a Tonico, sabedor de que su cuñado no lo malvendería para sacarse unos dólares, y éste partió para Estados Unidos donde, además de trabajar de decorador, realizó algunas de sus primeras esculturas.

Tonico Ballester, el testigo.


Sin entrar en muchos detalles, Torres Campalans asegura que Ballester logró convencer a algunos de los responsables del estudio para que le dejasen el material que precisaba. Aunque no concretó cuál era su intención, muy pronto corrió la especie de que uno de los españoles exiliados estaba preparando una obra a partir de un boceto de Picasso.
No hay imágenes del monumento fallero, que se encontró terminado en torno al 15 de marzo de 1944. Entre los motivos de este silencio visual se encuentra el hecho de que la obra fue creada con absoluta discreción. Sí que existe una constancia de la calidad del trabajo de Ballester, un hecho patético que evidencia hasta qué punto éste transmitió fielmente a las tres dimensiones la idea inicial del malacitano. En apenas dos días todos los ninots fueron arrancados del monumento. La primera noche desaparecieron tres de los más pequeños, una media luna, un sol y una paloma. Ballester no quiso darle importancia y lo atribuyó a una actuación malintencionada por parte de alguno de los miembros del estudio hostil a la causa republicana. Pero al día siguiente se esfumaron todos, hasta el más grande, un cerdo con cuerpo de toro realizado a imagen y semejanza de la óptica picassiana y que simbolizaba a los empresarios sin escrúpulos.
Indignado por el maltrato recibido por el monumento fallero, Ballester preguntó a los servicios de seguridad cómo habían permitido que sucediera eso. Cierto era que aquel monumento fallero no constituía ningún tipo de propiedad de los estudios, pero sí que era su trabajo y podrían haber tenido la consideración mínima de preservarlo. 

Dalí, avaricioso de talento.


Fue entonces cuando le revelaron una verdad que para él supuso asombrosa. Los que habían robado las piezas del monumento habían sido las principales estrellas del estudio. Y el que había encabezado ese asalto había sido Errol Flynn, jaleado por Salvador Dalí que esos días se encontraba en Hollywood, negociando su participación en una película de Alfred Hitchock. Había sido el de Cadaqués el que había sustraído las piezas pequeñas de la falla y las había llevado a la fiesta. Su intención es que las quemasen allí, pero los americanos comenzaron a hablar del lujo que suponía tener una obra de Picasso allí mismo, por pequeña que fuera. Junto a la cohorte de bailarinas y cómicos que pululaban en torno a él, Flynn irrumpió pasadas las tres de la madrugada en los estudios. Estaba decidido a que cada uno de los asistentes a su fiesta se llevase un ‘picasso’ en su casa y la mejor forma de hacerse con uno era asaltando esa extraña escultura de cartón piedra que estaba realizando un exiliado español. En apenas quince minutos, el centenar de invitados del actor norteamericano había desgajado el monumento de Picasso realizado por Tonico Ballester. De resultas de ese expolio sólo quedó en pie el gran signo del dólar, desvirtuado, que Ballester quemó de mala gana el día 19, a las ocho de la tarde, cuando el sol caía por el océano Pacífico.
Si bien Tonico Ballester procuró por todos los medios que la noticia no llegara a su cuñado, pronto éste fue avisado por una carta del mismísimo Picasso que, con la Resistencia intentando recuperar el control de las calles de París, tuvo tiempo para redactarle una misiva ofensiva en la que le acusaba de haberle decepcionado al ser incapaz de llevar a efecto su proyecto de una Falla. Renau se puso en contacto con Tonico Ballester, quien le explicó la historia con lujo de detalles. Tras ello, Renau pensó en explicarle al malagueño lo sucedido, pero comprendió que sería mejor decírselo en persona y dejó que el tiempo pasara, convencido de que sería el bálsamo para su ira.
Nadie se hubiera acordado de la falla de Picasso sino fuese porque mediados los cincuenta Dalí quiso hacer un monumento fallero en Valencia. El triste final de la falla de Picasso, desmembrada por los ociosos californianos deseosos de tener una obra del malagueño, le excitaba como un gran reto. En sus sueños de grandeza, el de Cadaqués aspiraba a que en la ciudad del Turia sucediera como en Hollywood y que, en apenas un par de días, su monumento fuera desmembrado por una ciudadanía ávida de su arte. Soñaba con decenas de valencianos abalanzándose sobre el monumento para llevarse un ninot a su casa. ¿Qué mejor publicidad que esa?, se dijo.
Animado por su entorno, Dalí se dispuso a remedar el modelo fallero picassiano y solicitó la colaboración del mejor escultor en activo en esos momentos en la ciudad. Si bien eran muchos los posibles candidatos, todos los dedos señalaron a Octavio Vicent quien, desconocedor de lo que le había acontecido a la falla de Picasso, se sumó al proyecto con suma alegría e ingenuidad. El sueño secreto de Dalí era que le robasen las piezas, sí, pero no le quitaron ninguna. No es que el monumento fuera malo, más bien al contrario, resultaba interesante. Su parte central era una gran plaza de toros y en derredor estaban los personajes. Lo que sucedió es que en la España de la dictadura nadie se hubiera atrevido a alterar mínimamente el orden. Y un buen valenciano lo último que hace es llevarse un ninot a casa.

La falla de Dalí, ese mito.


Así pues, a los cincos días de haberse plantado la falla, Dalí, angustiado, se escapó del hotel Astoria pasadas las cuatro de la madrugada, embozado con una gran capa, e intentó arrancar un ninot con la secreta aspiración de que eso, al menos, crease cierta polémica. Sin embargo, lo que sucedió fue peor. Como quiera que Octavio Vicent era hombre muy escrupuloso, tenía por costumbre pasar por delante del monumento antes del amanecer para observar su obra. Cuál fue su sorpresa al descubrir allí a una figura que de inmediato reconoció como la de Dalí, el hombre con el que había estado más de un mes negociando el monumento, que intentaba en vano sacar de su sitio un ninot.
—¿Qué demonios hace ahí, don Salvador? —le preguntó.
Dalí se volvió, consciente de que había sido capturado en un renuncio e, incapaz de asumir la vergüenza de su vanidad, se mostró airado y enfurecido con Vicent.
—¿Qué hago? Arreglar este desastre de falla, que parece que haya salido de mi culo en vez de mi cabeza.
Vicent, molesto, le recriminó sus palabras y le hizo ver que el proyecto era tal y como lo habían diseñado en su casa. Pero Dalí, consciente ya de que no era Picasso, de que las estrellas de Hollywood no se abalanzarían sobre su falla para llevarse ninots a casa, decidió pagar con Vicent su frustración y comenzó a culparle de todos sus males y de haber hundido su cotización como artista.
—¿Por qué siguen aquí todas las piezas? ¿Por qué no se las ha llevado nadie como en California?
—No sé que tiene que ver América con esto —comentó Vicent, desconcertado por la referencia— pero es que en Valencia la gente quiere ver arder las Fallas. El concepto es que las obras son perecederas porque el ser humano lo es. Por eso tienen que quemarse. Son una metáfora de nosotros, las personas, que al final moriremos.
—Qué estupidez. ¿Quién va a querer ver quemarse una obra de arte? No le creo. Lo que sucede es que usted ha hecho una basura indigna con mi arte y a la gente le parece mediocre.


Octavio Vicent, bajo el signo de Job.


Al escultor valenciano aquello le sorprendió sobremanera, no hacía ni tres días que Dalí había sostenido delante del alcalde que su trabajo había sido digno de Miguel Ángel, y pronto se enzarzaron en tal discusión que hubiera acabado a palos si no llega a ser porque les vio una pareja de la Guardia Civil y les separó. Uno de los miembros de la Benemérita, que oyó despotricar a Dalí, le diría a Vicent:
—Usted es un santo; yo, por la mitad de lo que le ha dicho a usted, lo habría matado allí mismo. Y seguro que el juez me absuelve.
Pronto fue común la noticia del fracaso de la falla de Dalí, que todos atribuyeron al carácter grandilocuente del de Cadaqués. Muy pocos sabían la verdad. Y uno de ellos fue Renau, que se enteró de la historia en uno de los cafés mejicanos que solía frecuentar, uniendo las informaciones que le llegaron a través de varios profesores de la Escuela de Bellas Artes y amigos de Octavio Vicent. Ató cabos y estuvo riéndose durante una semana.

Picasso, la vida es una fiesta.


Ya varios años después, en 1958, en París, camino de la República Democrática Alemana, Renau quiso visitar a Picasso para simplemente hablar y, quizás, comentar la posibilidad de recuperar la idea de crear juntos otro monumento fallero. Pero Picasso no le atendió y permaneció encerrado en su estudio. Renau atribuyó el desplante a la capacidad obsesiva de los artistas de abstraerse en sus obras y decidió esperar. Pasaron las horas. Finalmente, en torno a la medianoche, cuando ya estaba a punto de irse decepcionado, Picasso se asomó a la puerta de la casa.
—¿Por qué has venido?
—Para verte.
—¿Sólo?
—Y para contarte lo de la falla de Dalí.
—La falla de Dalí. Dios, eres el quinto que viene en tres años a contármelo. Yo que creía que venías a pedirme perdón.
—¿Por qué?
—Por no haber quemado mi falla.
—Pero, entonces… Era verdad. Tú querías hacer una falla.
—Por supuesto. ¿O tú qué te crees? ¿Qué lo dije por qué iba borracho? Yo quería hacer una falla y que se quemase, como arderemos todo porque nuestro destino es pasar. Quería ver mis dibujos hechos figuras y convertirse en ceniza, como los mortales, los que hemos de morir. Habría sido mi mayor obra de arte, la más auténtica, la más viva, porque habría nacido para desaparecer. Y ¿qué me cuentan? Que mis ninots forman parte de la colección de actorcillos americanos. Llevo once años cabreado contigo.
—¿Y qué podía hacer yo?
—Recuperarlos para quemarlos. Dime, séme sincero, ¿por qué no lo hiciste? Porque te conozco bien y sé que a ti no te para nadie. Si hubieras querido lo habrías logrado. ¿Por qué no moviste un pelo?
Renau miró al suelo, meditó unos segundos, pensó que Picasso se merecía una respuesta honesta, y finalmente respondió con sinceridad:
—Pensé que igual te molestaba que quemaran tus obras de arte. Además, como estás tan bien cotizado, la anécdota hasta te beneficiaba.
Picasso, indignado, alzó su puño y a duras penas contuvo sus deseos de pegarle.
—La verdad, Renau, no sé por quién me tomas. Si no te he atizado es por respeto a todo lo que hemos vivido.
Dicho lo cual, le cerró con la puerta en las narices.
Nunca más se volvieron a hablar. 
Renau sólo mencionó una vez más de la falla de Picasso en una carta a su cuñado firmada en 1963. En ella el artista valenciano exculpaba a Tonico Ballester del incidente de los estudios Warner, mostraba su pesar por no haber comprendido el sincero interés de Picasso y lamentaba haber desaprovechado la oportunidad de realizar más proyectos como ése con el artista de Málaga. Terminaba la epístola con una frase lapidaria: ‘No me podía imaginar que iba a ser tan persuasivo; he llegado a la conclusión de que a veces conviene no convencer a la gente y de que, si les convences, lo mejor después es no ser sincero’.   

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