Por aquí pasó Pollack


     «Si tiene cuatro ruedas, es bueno». Rafael Maluenda, director de Cinema Jove miró a Sydney Pollack y no lo dudó entonces. Aquella tarde noche del viernes 6 de octubre de 2000 el acceso a Valencia por la pista de Ademuz se encontraba especialmente atestado. Raro es el día que resulta fluido a esa hora, pero esa jornada parecía ser especialmente conflictiva, como si se hubiera producido algún accidente banal de esos que cortan un par de carriles. A Pollack aquello no le pillaba de nuevas porque a una persona que vive en Los Ángeles no puede sorprenderle que existan atascos. Allí las distancias entre un barrio y otro son kilométricas y las autopistas están llenas de vehículos. Lo sé. He conducido por las grandes vías de Los Ángeles por la noche. Y he sentido miedo.
     El verdadero motivo de su impaciencia era la espera. Había pasado cerca de media hora desde que habían llamado al coche que le tenía que llevar al hotel y nadie aparecía por allí. Lo que es peor, nadie daba una explicación. Y él sólo quería irse a descansar. No lo sabía, porque no llegó a conocer bastante la ciudad, pero si hubiera ido andando habría tardado casi lo mismo en llegar al hotel. O quizá sí y por eso se estaba cabreando. Pollack, recuerda el director de Cinema Jove, estaba a las puertas del Palacio de Congresos de Valencia con cara de pocos amigos. Su representante, Thomas Fitzmaurice de la Cal, se le acercó a Maluenda como si fuera la única posibilidad de salvar la situación. «¿A ti te importaría llevarle?», le preguntó. Maluenda dijo que estaría encantado pero que tenía un coche ‘pequeñito’. Era un Opel Corsa, propiedad de su mujer, la malograda Gema Santatecla, con el que se movía por la ciudad. «Como ella estaba trabajando en una película, el coche estaba lleno de órdenes de rodaje y comenté: ‘No creo que sea el coche más apropiado para el señor Pollack’. Thomas fue a hablar con Pollack y al poco él vino directamente hacia mí.» La primera pregunta que le hizo el cineasta fue: «¿Dónde está el coche?». Y claro, a Maluenda se le disiparon las dudas. Si el maestro de Hollywood, oscarizado director de ‘Memorias de África’, no tenía ningún reparo en ir en utilitario, no iba a ser él quien le enmendara la plana. Lo dicho: «Si tiene cuatro ruedas, es bueno».





     Pollack y Maluenda habían coincidido en la primera jornada de los ahora extintos Encuentros Mundiales de las Artes que se celebraron aquel año en el Palacio de Congresos de Valencia. Coordinados por el difunto José Vidal Beneyto, era un proyecto que iba circulando desde hacía tiempo entre Madrid y Barcelona, pero ninguna de las dos ciudades se atrevía a hacerlo. Vidal Beneyto encontró refugio en su Valencia natal, él era de Carcaixent, donde Consuelo Císcar y su marido Rafael Blasco le dieron toda clase de facilidades. Él respondió con Michael Nyman, el ex director del Boshoi Vladimir Vassiliev, Peter Bogdanovich y Pollack, la estrella entre las estrellas.
     Su presencia se produjo casi por casualidad, como suelen ocurrir estas cosas. Antes de venir a Valencia paró en Madrid, donde cenó con su amigo Tom Cruise, al que había dirigido en ‘La tapadera’ y con quien acababa de compartir rodaje en ‘Eyes wide shut’, la película póstuma de Stanley Kubrick. En esa velada estuvieron acompañados por un cineasta español. Después de Valencia iba a viajar a Bilbao, para rodar fragmentos de un documental sobre su amigo Frank Gehry, el autor del Guggenheim. Como compensación por acercarse al Encuentro Mundial de las Artes sólo pidió que se le abonase el queroseno de su avión privado, algo así como 40.000 euros de la época según me dijeron.









     Para dar fe de su compromiso, Pollack estuvo desde el principio, desde la misma tarde del jueves en la que se celebró el acto inaugural en el monasterio de la Valldigna. Permaneció hasta el sábado por la mañana en la que se desplazó a la Ría de Bilbao a filmar a su amigo Gehry. Como su presencia no se había confirmado hasta días antes, verle allí fue una sorpresa para muchos. Curiosamente el cineasta no fue uno de los más solicitados en la cena que se celebró poco después, la noche del jueves, en el hotel Montsant de Xàtiva. Cuentan quienes allí estuvieron que el más reclamado fue Nacho Duato. Bien pasada la una de la madrugada Duato seguía firmando autógrafos, dando besos y haciéndose fotos.  Coincidieron en el hotel Nuria Espert, Irene Papas, Mike Figgis, Peter Bogdanovich y Pollack, ilustres entre los cerca de 300 invitados.
     Durante los dos días y medio que estuvo en Valencia Pollack se comportó con sencillez. Maluenda, su chófer improvisado en aquel viejo Corsa rojo, no es el único que da fe de ello. Cuando el cineasta norteamericano falleció, a finales de mayo de 2008, apareció publicado un artículo en Jerez escrito por José Luis Jiménez García, presidente del Cine-Club Popular de esta localidad gaditana. En él relataba cómo conoció al cineasta durante el Encuentro Mundial de las Artes, junto a un reducido grupo de admiradores que se reunieron en torno a su mesa en «una coqueta y tranquila plaza» para compartir una copas y hablar algo de cine.




     «Unas horas antes, al mediodía, y en el bar-salón del hotel [Astoria] que la organización había reservado para los invitados al evento me lo encontré con su representante con el que yo había trabado amistad en otra ocasión. Tenía en su mano una elegante copa. La curiosidad hizo que le preguntara qué estaba bebiendo. Era oporto porque el camarero no tenía el jerez que había pedido previamente», escribe Jiménez García. Pollack desgranó todos los problemas que tenía para encontrar en Los Ángeles jerez, uno de sus vinos preferidos. Amable, el crítico andaluz se comprometió a hacerle llegar unas botella de buen jerez. El Consejo Regulador de este vino hizo que a los pocos meses llegase una caja de jereces a la casa de Pollack en Malibú. Y él, con la amabilidad que le caracterizaba, respondió con una carta de agradecimiento, «escrita de su puño y letra, que remitió al Consejo Regulador». 
     También escribió una carta a los responsables de la Filmoteca de Valencia cuando llegó a Estados Unidos, en la que le agradeció el trato recibido y en la que aseguró que se lo había pasado “muy bien”. Amable en el trato, José Antonio Hurtado, de la Filmoteca, recuerda que dio una propina alta a un camarero del Astoria “de forma muy discreta, sin nada de ostentación”. “Era un tío elegante, un caballero total, muy generoso”, añade.
     Los cineastas que participaron en el Encuentro se perdieron a Pollack por culpa de sus prejuicios. El día en el que Pollack participó, el viernes, tuvo que soportar un aluvión de comentarios, a cuál menos argumentado, sobre las maldades del cine estadounidense. Él estaba incluido en una mesa redonda bajo el título ‘El modelo industrial del cine contemporáneo’. Se quería abordar la confrontación entre el cine de Hollywood y el de las productoras independientes y europeas, o el cine del centro y el de la periferia. Allí él admitió el poder y la influencia de la industria de Hollywood en las salas de todo el mundo. «El centro en el cine es Hollywood, el cine americano, y el resultado es una maquinaria inmensa de producción de películas, que se verán en todo el mundo en detrimento de la producción propia de cada país. No lo apruebo aunque reconozco que me gusta que nuestros filmes puedan verse en cualquier lugar». Honesto. Además, honesto.
     Entre los motivos que él veía para eso, pensaba que se encontraba el hecho de que Estados Unidos es un país compuesto de varias culturas y los americanos han necesitado por ello crear un lenguaje común. Así me lo dijo al día siguiente. «Eso hace que nuestras películas tengan una ‘lingua franca’ que nos permite llegar a todos», me señaló. Después estaba el que los grandes cineastas de Hollywood son casi todos de origen europeo.






     Por la noche acudió a la cena oficial en el Hotel Astoria. Compartió mesa con David Trueba y algunos trabajadores de la Filmoteca de Valencia. “Fue muy divertido”, rememora una de las presentes en esa mesa. “Estuvieron los dos, Pollack y Trueba, recordando anécdotas de sus películas y nos reímos muchísimo”. Todo puro cine. Tras la cena fueron al bar La Edad De Oro. Se sentaron en la terraza. En la mesa eran seis personas, incluido el propio Pollack. Él se pidió un bourbon y se fumó un puro, “la mar de natural, como si estuviera en su casa”. Algunos de los habituales del local se detenían ante la puerta de la terraza y le miraban. ¿Es él? ¿No es él? Era él. Estuvieron departiendo hasta bien entrada la madrugada. El tema, el mismo de siempre, el cine. Pollack, discreto, entró y pagó todas las copas. “Pagó muchas cosas; no esperaba a que llegase alguien de la organización y se lo abonara, no iba de eso”, recuerdan esta testigo de aquellos días. Su afabilidad llegó al extremo de que se excusó de no hablar español con una de las trabajadoras de la Filmoteca allí presentes. Al final de la noche, Juanjo, el dueño de La Edad de Oro, se sentó con ellos y hablaron de músicos, de cineastas franceses de los años 30 como Jean Vigo y, lógicamente, de Buñuel, que salió a colación por el nombre del bar. “Es de las personas que más me ha impactado por lo importante que era y lo asequible que se mostraba”, comenta esta testigo. Después, le acompañaron al hotel y él les dio las gracias.
     Entrevisté a Pollack el sábado 7 de octubre de 2000. Tengo delante el artículo que publiqué al día siguiente. Fui invitado a un reducido desayuno de trabajo para periodistas que tuvo lugar en la entreplanta del hotel Astoria. Fue una cita casi privada. Llegué puntual, contraviniendo mi buena costumbre de no tomarme demasiado en serio el reloj. Pudimos departir con él de lo humano y lo divino. Me pareció un maestro lleno de sentido común. «Me pasó con él lo que a Truffaut con Hitchcok; más interesante la persona que su cine, y mira que tiene buenas películas», me comenta Maluenda cuando recordamos aquellos días. Coincido con él. El cineasta me gusta. La persona me encantó. “Era como un personaje de una de sus películas”, apostilla José Luis Rado. Para aquel desayuno de trabajo nos habían dicho que teníamos media hora y aquello se alargó y se alargó porque a él le apeteció hablar de cine. Debíamos empezar a las diez y a las doce comenzaba a entrevistar a otro invitado, Mike Figgis.
     Entre que Pollack se retrasó, por lo que nos pidió disculpas, y que luego hubo sesión de fotos, aquella cita duró casi como un largometraje, más de sesenta minutos. Los únicos que tenían prisa eran los organizadores. Él estaba tranquilo. Tenía que volver a Bilbao pero, claro, no debía pasar por el aeropuerto una hora antes. Lo bueno de tener avión privado es que decides cuándo despegas y a qué hora llegas. Y aquello fue antes del 11-S, por lo que el espacio aéreo estaba menos encorsetado.
    




     Parecía sacado de una de aquellas películas con Redford. Vestido con una chaqueta de cuero y unos vaqueros de marca, podría haber pasado perfectamente por un profesor universitario. Me gusta la descripción de profesor universitario porque se le ajusta, no sólo desde un punto de vista estético. Era, de hecho, didáctico. Mucho. 
     Hablando de cine le pregunté por la claridad de sus películas, sobre todo las que había hecho con Redford en los setenta, por el hecho de que no fuera obtuso, ni enrevesado, ni siquiera en sus filmes más arriesgados. Su querencia por el clasicismo se basaba en una  de las premisas que inspiró su vida, el respeto a los demás. «No me gusta ser confuso. Quiero que la gente entienda todo lo que intento contar. Es importante que los espectadores se enteren del mensaje. La complejidad no es una virtud», me explicó.
     También hablamos del futuro del cine. Han pasado casi diez años y entonces ya se planteaban todo tipo de visiones apocalípticas. Las salas de cine van a desaparecer. El celuloide ha muerto. Esas cosas. Él no era tan pesimista. «Películas como ‘El paciente inglés’ demuestran que todavía existe un público que quiere ver buenas historias en la gran pantalla», me comentó. Habló muy bien de Anthony Minghella, del cual fue luego productor en filmes como ‘Cold Mountain’. Ahora los dos están muertos pero sus frutos aún perviven. La última película que se estrenó producida por ambos, ‘El lector’, de Stephen Daldry, cosechó un buen número de candidaturas a los Oscar.
     Mientras escribo estas líneas, digo, tengo a mi izquierda la entrevista que salió publicada al día siguiente en Las Provincias. La ilustra una fotografía de Juan José Monzó, tomada de él en la calle. Me gusta observar a mis entrevistados cuando les hacen fotografías. Los hay que se muestran hostiles a las cámaras. Parecen que les teman. Es algo que achaco a la inseguridad hacia uno mismo, hacia la imagen que pretenden ofrecer a los demás.
     El pianista francés Jean-Yves Thibaudet me admitió directamente que no le gustaban que le fotografiaran y me dio el e-mail personal de su agente para que me enviara imágenes promocionales. ‘Son muy buenas y salgo muy guapo’. La vanidad es menos criticable cuando es una actitud sincera. Los hay que cuando ven al cámara se ponen en tensión. Ni un gesto más que la máscara o la sonrisa preparada. Otros, los menos, los que saben a dónde van, posan tranquilos. Son como son. Claros. Limpios. Y ya está.




     Pollack era de estos. No tuvo ningún problema en ponerse donde le indicaron los fotógrafos. No hizo gestos. No convirtió aquello en un show. Sin histrionismos, como le gustaba actuar, como le gustaba dirigir. Terminó de posar para las fotografías y se despidió de nosotros muy amablemente. Después, una hora antes de las dos de la tarde, aproximadamente, se marchó al aeropuerto, se subió a su avión privado y se encaminó a Bilbao donde le esperaba su amigo Gehry, el arquitecto más famoso del mundo para los estadounidenses.
     Hay cosas que los periodistas, a veces, no publicamos. Las más. No es porque pensemos que no sean interesantes o porque temamos que un poder oculto en la sombra nos envíe adonde las almas crujen sus dientes, sino porque creemos que desviarán la atención sobre el entrevistado. En este caso una de las cosas que me dejé en el tintero fue su amabilidad, exenta de intereses comerciales. No estaba de gira promocional. No había venido a ‘vender’ ninguna película. Fue agradable porque le nació.
     No le molestó que le dijéramos que sus películas en los años noventa no estaban a la altura de sus mejores filmes. A él también le gustaban más las de los sesenta y setenta. Hacía fácil la tertulia. Intuí que su principal don era ése, el de hacer las cosas fáciles, sacar lo mejor de cada instante. Tenía ese talento, preciso y perentorio si se quiere hacer películas. Ahora, visto con distancia, creo que ése también es uno de los motivos que explica su perfecta sincronía con algunas estrellas del celuloide, como Robert Redford, Dustin Hoffman o Meryl Streep. Podías confiar en él. Él le restaba importancia. ¿Qué se llevaba bien con las estrellas? «Se ajustaban al papel; no tuve problemas en trabajar con ellos», se justificaba. ¿Qué había rodado grandes películas? «He tenido suerte con las historias». Modesto, un genio en zapatillas, dejaba huella sin aspavientos. “Para mí ha sido uno de los momentos más importantes de mi vida”, me dice una trabajadora de la Filmoteca que estuvo con él. Como me dijo en su día José Luis Rado, que entonces era el director de la Filmoteca de Valencia, “el tío valía la pena”. 

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